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Aunque la dramática
degradación de Las Hurdes fuera ya objeto de atención durante el reinado de Carlos
III, marcado por una decidida voluntad de reforma a partir de la experiencia y
del contacto directo con la realidad, hubo sin embargo que esperar hasta el
primer Congreso Jurdanófilo, en 1908, para que la opinión publica española, y
con ella el gobierno y demás instituciones y poderes, tomaran puntual
conciencia de lo que los doctores Goyanes, Bardají y Marañón considerarían
catorce años más tarde un "caso de espantosa miseria colectiva tal, que quizá
no tenga par en ninguna otra nación civilizada". Aquel Congreso de 1908,
celebrado en Plasencia a iniciativa de La Esperanza de Las Hurdes, una
asociación animada de espíritu regeneracionista y promovida por el obispo
Francisco Jarrín Moro y su secretario, don José Polo Benito, marca en buena
medida el transito entre el abandono secular de la comarca y una nutrida
proliferación de informes y documentales de viaje, en los que se da cuenta,
apenas sin variaciones, de su inclemente atraso y postración.
El camino entre la
Peña de Francia y la población de La Alberca, Legendre se interna en Las
Hurdes desde el norte, a través de un itinerario repetido más tarde por
Buñuel y, ya en plena dictadura de Franco, por Ferres y López Salinas, resulta
hoy de una belleza fantasmal: el bosque ha enfermado, y una vastísima
extensión de árboles rígidos y sin hojas, recubiertos de liquen, van mudando
de color a medida que declina la jornada. Luego, la aparición de las primeras
construcciones de La Alberca, a la que Legendre llega de anochecida, confirma la
grata impresión que éste consigna en Mis recuerdos: "fue aquella una
inolvidable revelación de la aldea más bonita de España, de un rincón
medieval que había permanecido casi intacto". Un siglo más tarde, su irresistible
atractivo permanece: las calles empedradas, las fachadas cruzadas de vigas de
madera, la plaza mayor en pendiente, con balconadas y soportales en torno a una
cruz mineral en cuya espalda vierten los caños de un venero. Sobre el dintel de
piedra de las casas más antiguas, invocaciones al Sagrado Corazón e
inscripciones religiosas. Al atardecer, bandadas de golondrinas trazan sobre los
tejados las formas caprichosas de un calidoscopio, mientras su clamor nervioso y
agudo, hace de contrapunto a la sobria gravedad de las campanas. Las ancianas de
La Alberca siguen cubriéndose la cabeza con un pañuelo, y todavía barren y
baldean la calle frente a los umbrales.
Legendre emprendió
viaje al amanecer, coronando la cima de El Portillo en dirección a Las Batuecas
y, desde allí, hacia Las Hurdes. La vista de aquel primer valle entre comarcas
le resulto sobrecogedora. Y contemplándolo hoy desde la ruta asfaltada que
serpentea hasta Las Mestas, sobre el río Ladrillar, la descripción contenida
en Mis recuerdos mantiene una vigencia en verdad imperecedera: "la
vegetación, anota Legendre, iba tomando proporciones imponentes y los arbustos adquirían
la talla de verdaderos árboles". Y a continuación añade " nos adentrábamos
en un reino nuevo, originario, que no significaba ya lucha y destrucción, sino
fecundidad".
Resulta imposible no
compartir su admiración: apenas se cruza el breve puente de piedra hoy
restaurado, encarándose hacia el pórtico de entrada, dos lápidas de pizarra
con versos de San Juan dan una inesperada bienvenida. La inspiración
inigualable del Cántico Espiritual parece, de pronto, una escueta enumeración
del espectáculo natural que ofrecen los sentidos. Basta volver sobre los
propios pasos y mirar, guardar silencio: allí se diría que están en efecto,
"las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos" evocados en el muro.
Siguiendo después el azor de piedra que cerca el convento, junto a los rápidos
y desniveles de un arroyo, aparece la tercera y ultima lápida con sus versos,
como una anticipación de lo que aguarda al otro lado de este valle, estamos
hablando del convento carmelita de San José. Legendre advierte con sorpresa que
el pan es un lujo para un gran numero de hurdanos. Tierra sin pan, será el
titulo escogido por Buñuel para las escalofriantes imágenes con las que
regresa de Las Hurdes. La escasez de alimento que corroia una población de
entre cinco y siete mil personas, de acuerdo con las estimaciones del doctor
Goyanes, alteraba de tal forma las nociones de riqueza y de pobreza que, en
estas aldeas, la mendicidad llegaba a ser una profesión reconocida y codiciada.
Las jornadas que los hurdanos más emprendedores invertían en Cáceres,
Salamanca y Ciudad Rodrigo invocando la caridad pública mientras sobrevivían
al raso les aseguraban al regreso mejores condiciones de vida que las que
dejaron. En concreto, les aseguraba una reserva de mendrugos, para mitigar
el hambre y comerciar, razón por la que, según señala Legendre y corroboran
los viajeros posteriores, los mendigos de Las Hurdes recibían el nombre de
panaderos. En un momento de su documental, Buñuel filma un par de niñas
humedeciendo unas rebanadas en la corriente de agua que baja por un callejón,
una corriente que se emplea para todos los usos domésticos, y explica que el
maestro les obligaba a comérselas en su presencia para evitar que nadie se las
arrebatase.
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